Conciencia a la violencia

Un hombre golpea con brutalidad a su mujer. Ella gime de dolor. Sus hijos estallan en llanto. El les amenaza para que se callen, pero el horror no los deja. Los golpea a ellos también. Todos en la vecindad oyen esa escena espantosa. Algunos osados miran por la ventana y ven la sangre derramada por la crueldad.

La golpiza continúa. El hombre acusa de lo que casi ni se entiende, pero que intentan justificar su violencia. Los niños, la mujer tratan de defenderse, pero él es más fuerte. Los intimida con palos y un cuchillo. Uno de los niños logra salir de la casa. Luce mal. Guarda las cicatrices de un repetitivo castigo y sufrimiento. Pide ayuda para su madre y sus hermanos. Cuenta detalles de la escena macabra. Los vecinos ven al niño, lo limpian, escuchan la historia, se conduelen de su tristeza.

Su relato se confunde con los quejidos de los que siguen dentro. Algunos gritan: «déjenlos en paz». El salvaje solo responde con las sandeces más plebeyas, acompañadas con el encabezado del himno al cinismo: «no se meta en lo que no le importa». La paliza sigue. Algunos vecinos lamentan lo que pasa, y le gritan a la bestia: «dialoguen», aunque sus llamados los ahogan los gritos de auxilio. Otros dicen en baja voz: «ese tema que lo arreglen entre ellos», al tiempo que los demás, los tentados a destrozar la puerta, los miran con la indignación reservada a los más canallas, a quienes en sus narices asesinan a golpes a Venezuela, mientras se ponen del lado del argumento del déspota, del asesino, del dictador.

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